Un soltero wifi Moisés Puente
I. En su obra doméstica, Mies van der Rohe intentó deshacerse del engorro que suponía proyectar una casa para una familia nuclear convencional, como si ciertas piezas de la casa y las particiones a las que estas obligan no le permitieran proponer la vivienda de su tiempo. Un primer intento se produjo en la Casa para una pareja sin hijos para la exposición Die Wohnung unserer Zeit de 1931 en Berlín, donde las divisiones del programa residencial se redujeron al mínimo para solo incluir la zona de cocina y de servicio, y el baño del único dormitorio. En los años sucesivos abordó una serie de proyectos no construidos, sus famosas casas patio, donde ensayaba modelos de casas aisladas de la ciudad, sin contexto urbano, construidas a partir de espacios de uso indefinido que constituían un paraíso introspectivo para un habitante ideal que quiere vivir con independencia y afirmar su individualidad en un dominio dedicado plenamente a su yo. En estas casas para solteros —hombres blancos, sin duda—, el habitante se despoja de toda obligación de las relaciones familiares para vivir plenamente su vida metropolitana, pero fuera del nervio la ciudad. Quizás la más famosa de todas estas casas para solteros —en este caso soltera— sea la casa Farnsworth (Piano, Illinois, 1946-1951), el ideal de Mies para una casa de fin de semana de una urbanita, una profesional metropolitana, que, en el fondo, hubiera Mies querido para sí, aunque él viviera en un apartamento decimonónico en el centro de Chicago. De todos es conocido el pleito que le impuso la señora Farnsworth a Mies, y no solo por cuestiones económicas, sino por considerar que aquella casa se le hacía invivible. En la mente de Mies, la casa Farnsworth es, pues, en un artefacto de contemplación en el que no hay lugar para la clienta habitante, sino para una abstracción de ella misma. Si seguimos en el contexto estadounidense, en su magnífico libro Pornotopía (2010), Paul B. Preciado relataba cómo después de la II Guerra Mundial apareció un nuevo tipo de soltero, el soltero Playboy —de nuevo, un hombre blanco— que evidenciaba la profunda crisis que había sufrido la familia nuclear después de la revolución sexual. Ese nuevo soltero se alejaba del hombre de exteriores que hacía deportes, cazaba y pescaba —el cliché que presentaban las revistas masculinas de la época— para convertirse en un hombre de interiores, interesado no solo por la arquitectura, la decoración y los estilos de vida más actuales, sino con una verdadera pasión por las nuevas tecnologías domésticas. El soltero Playboy, que se pasaba gran parte del tiempo fuera de casa, entendía esta tanto como un refugio interior como un centro de operaciones desde el que gestionar su vida sexual —la chica de al lado, o la conejita Playboy— y su vida social, ayudado por todos los artilugios de reciente miniaturización —radio, teléfono, hilo musical— que manejaba desde su cama. La casa del soltero se llenaba de artilugios para hacer de la vida una experiencia hedonista alejada de todos los engorros de la familia convencional.